“He perdido la cuenta del número de veces que he venido a este cabo (que no es cabo). Lo conocí hace más de veinte años, me quedé prendado y desde entonces no he dejado de volver una y otra vez. Amaneceres, atardeceres y temporales. Pasear, hacer fotos o simplemente estar.
Este paisaje habla de mí. De lo que más me gusta hacer y donde más me gusta estar. De lo que me conmueve e inspira. El Cantábrico a mis pies, verdes praderas se funden con la arena en perfecta armonía, San Vicente y Picos (cuando las nubes lo autorizan) en la línea de horizonte. Desde este lugar sientes el rumor y la fuerza del mar como si estuvieras dentro de él. También se ven vacas pastando plácidamente en los prados. Aunque España está repleta de tesoros, no es fácil encontrar un lugar que muestre la grandeza del mar y las montañas en una misma imagen.
Desde este cabo el paisaje cambia cada vez que lo miras. No importa las veces que lo hayas visitado. Si miras con cariño, encontrarás algo nuevo cada vez que vuelvas. Permanece en esencia, pero cambia a cada rato. La nieve en las montañas, pleamar o bajamar, la altura y frecuencia de las olas, la dirección del viento y el sol dinamizan el paisaje para hacerlo único e irrepetible a cada rato.
El invierno es bien recibido por espíritus de naturaleza algo ermitaña como el mío, porque esta es una zona cada vez más popular con el paso de los años, lo que se traduce en una huella humana evidente que siempre evito en mis paisajes. Verano, vacaciones y sol (a ratos) es igual a gente y coches por todos lados, dejando una huella en el paisaje que no es de mi agrado. En invierno, por suerte, el panorama cambia radicalmente y la tranquilidad se apodera de nuevo de este lugar. Parkings cerrados, los surfistas más atrevidos “en las olas” y las pocas personas que asoman por aquí casi siempre prefieren la comodidad de un chiringuito que sentarte en una roca en mitad del prado.
Tres tardes de la pasada navidad, aprovechando un viaje familiar a tierras cántabras, fueron suficientes para realizar estas fotografías que ahora comparto con vosotros. No todos los días fueron igual de productivos. De hecho, buena parte de las fotos finales corresponden al último atardecer, pues las condiciones en invierno cuando conviven el sol y las nubes son muy caprichosas. Lo mismo el paisaje se vuelve plomizo y empastado por las nubes, que se torna dorado y lleno de vida como consecuencia del sol.
Cada vez que regreso al cabo siento que es un reencuentro. Que una parte de mí siempre está allí. Porque soy yo el que pertenezco a los lugares y no los lugares a mí.”
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